La niña fué tomada del brazo y dirigida hacia el timón del espectáculo. Le tocaban los solos de Vicentillo frente a un auditorio universitario repleto de público que esperaba curiosamente por su acto magistral. Ella mostraba grandes ojos de susto cuando finalmente el director del coro, con nombre taíno, la exponía frente a todos y como signo final de una verdad cambiaba el tamaño del micrófono al tamaño de una niña de 8 años. Al fin quedó sola mientras todos afinaban...ella con su mirada de espanto y de pupilas dilatadas checando de arriba abajo la basteza del auditorio mientras sacudía las mangas de su vestimenta y suspiraba levantando los hombros en señal de despojo de un gran susto. El público rió al unísono con su gesto y ella también. Los gestos de nerviosismo no cesaban en la chiquilla pero se notaba que no era una rookie, ella gesticulaba levemente y se sacudía su miedo sabiendo que de allí ella no se iría, para nada, nadita de nada, que ese era su momento y se reflejaba en su carita mezcla de susto y felicidad. Comenzó el coro con las primeras notas. Luego llegaron otras notas y otras y de fondo un guiro, unos bongoces y unas maracas que arrullaban el canto de todo el coro de niños. Llegó el momento de la verdad, el del solo. La niña con nombre de titana, como el de mi sobrina la otra joven titana que conozco, abrió la boquita para cantar sus primeras líneas y tímidamente temblaba su voz. Ya para el segundo solo fué mejor y suspiró. Los globitos oculares que habitaban los párpados de esa niña decidieron quedarse y no volar o salir rodando como canicas de cristal cuesta abajo del escenario. La pieza navideña terminó, todos aplaudieron el acto heróico, la dulzura angelical y esa niña nunca olvidará la noche en que ella me hizo reir de ternura y a gritos en mi corazón yo le pedía un encore.
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