Sunday, October 11, 2009

¡PAO! ¡PAO! ¡PAO!...

Algunas mujeres, como yo, le hemos dedicado gran parte de nuestras vidas a entender de una forma empática la diarrea mental de otros, sobre todo la de los hombres que nos acompañan a través de nuestras vidas. En las buenas y en las malas, conscientemente e inconscientemente sometidas a un tour de force de comprensión por parte nuestra hacia el lado oscuro del otro, a sus perversiones y a sus rabias olvidándonos finalmente de las propias. Tratamos de ser guias salvadoras del destino del otro buscando a través de los años, como aguja en un pajar mental, la luz en algún lugar recóndito del corazón del ser que pensamos que amamos bien. El detalle está que en esa tarea sin destino nos olvidamos de tener empatía por nosotras mismas, por nuestras propias diarreas mentales, nuestras propias perversiones y nuestras propias rabias. Cuando finalmente pensamos que logramos nuestro cometido de transformación en el otro, ante sus adversidades y justificándolas, nos damos cuenta que esa tarea no nos tocaba, que al final todo se transforma ante los ojos pero lo invisible nunca cambia y cuando pensábamos que habíamos terminado el ciclo transformador en el otro, con este orgullo que encierra tu misión cumplida, te das cuenta que todo fué una payasada de tu parte en el circo del otro, que al final se te rien en la cara y te lanzan trompetillas llenas de escupitajos para que te des cuenta que lo tuyo fué un tiempo perdido que debiste haber invertido ese tiempo en tí en buscar tu propia luz en medio de tus propias desviaciones y perversiones porque en el camino te regalaron una gran escuela a tí, a la cual nunca quisiste asistir y mucho menos aprender. Son imprevisibles las reacciones de cuando ya es muy tarde y te das cuenta que has rebasado al otro y que los daños son colaterales. Te vistes de transparencia y muestras tu propia maldad haciendo que el otro te deteste en tu diarrea mental que nunca le interesó y te sorprendes de esta reacción porque al fin y al cabo las espectativas del otro fueron rebasadas por tu tranparencia y por tus excesos equiparables a los excesos del otro. Te sientas y te lloras y te ríes y te vas cantando duro y bajito bajando las escaleras hacia la calle Calma para bailar la apertura de tu transparencia comiéndote un limber de coco que te vendió el tío de Maelo mientras bailas al son de “¡pao! ¡Pao! ¡PAO! te voy a dar.”

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